El paciente frente al espejo

Hace unos días tuve la suerte de poder asistir a uno de esos momentos en que dos personas que no tienen muchas cosas en común se encuentran frente a frente. Eran dos individuos muy diferentes: hombre y mujer, diferentes edades, trayectorias y oficios. No se parecían en nada, la verdad. Sin embargo esas dos personas tenían algo que les hacía iguales, les unía desesperadamente.
Mientras conversaban y reían yo notaba cómo trataban de evitar el asunto de su enfermedad delante de mi. Claro, yo no era como ellos, no eran pacientes de psoriasis y ciertamente me sentí como una intrusa, alguien que observa por el ojo de la cerradura una escena íntima.
Porque de forma imperceptible pero inequívoca esas dos personas estaban unidas por la experiencia vital del sufrimiento y la lucha que imprime una enfermedad como es el cáncer.
El diálogo no pronunciado, los gestos, las miradas de comprensión, el aliento sentido en el otro… me hicieron sentir como quien ve una película, se implica en la trama, se siente identificado e incluso siente como los personajes, se emociona, se solidariza y experimenta pero que por mucho que se empeñe, no está viviendo la historia en su propia piel.
La experiencia insustituible del paciente, única en cada caso, pero con numerosos aspectos en común dentro de una misma patología, hace que las personas que han recorrido un mismo camino establezcan un vínculo especial, dos almas tocadas que se apoyan para encontrar el consuelo de lo que perdieron.
Ahora pienso que es lo que debía querer explicar Naytiri en la película Avatar cuando el protagonista, Jake Sully, se une a su Toruk: ya son uno, piensan igual. Ese lazo no se puede romper. Se entenderán sin hablar. Se confortarán para siempre.
Al fin y al cabo, los que están alrededor de nuestra patología aunque necesariamente nos apoyan y pueden aportar mucho, solo llegan a ser espectadores de nuestra experiencia vital con la enfermedad.